Se nos fue un grande: Floreal Ferrara

Se nos fue un grande: Floreal Ferrara. Médico, militante peronista, pensador destacado, luchador incansable.

Para aquellas y aquellos que no lo conocieron, aquí va una pequeña síntesis de su pensamiento, expresado a los 84 años, en un reportaje en diciembre del 2008, en El Grito Argentino. Lean que ejemplo de argentino:

E.G.A.: Pero, ese “nosotros”, que tendríamos que “hacer las cosas bien”, quién vendría a ser: ¿quién, hoy, puede encarar un proceso de cambio radical en nuestro país?

F.F..: Bueno, ese es todo un tema. Pienso que la construcción de las herramientas para el cambio, cuando el cambio es un cambio de fondo, de la sociedad toda, de la manera de vivir de todos con todos, pasa también por lo institucional. Pero entonces uno se pregunta, es cierto, ¿quién, de todos los grupos que tienen algún poder institucional puede encabezar un proceso de cambio realmente transformador? Si uno enumera, encuentra que: o son los grupos económicos, o son los industriales, o son los trabajadores, o son los partidos políticos, o es la Iglesia. Pero, los grupos económicos están comprometidos con el statu-quo -lo defienden rabiosamente-, los industriales están absorbidos por su propia sobrevivencia y no tienen proyecto de cambio –lo único que saben hacer es tocar la puerta de este o aquel gobierno, pero sin proyecto-, los trabajadores sindicalizados están en una situación parecida, y los partidos políticos juegan un juego de pura repetición, de lucha por los espacios ya existentes, sin ideas ni programas para la república. En cuanto a las organizaciones que forman parte del movimiento social, están todas fragmentadas. ¿Qué nos queda, entonces? La situación es compleja. No se ve claro el horizonte. Es necesario que alguien venga a llenar esta especie de vacío.

Y esto me hace recordar un momento de mi vida, que fue el signo del final de una etapa: cuando yo me voy de la Plaza de Mayo, aquél primero de mayo cuando Perón nos llamó “jóvenes imberbes”, me voy, y a la altura de la Pirámide de Mayo miro para atrás, lo veo y pienso -“el viejo se quedó solo… Carajo!”-, y me pongo a llorar, sin darme cuenta, porque sentía que en ese momento se había terminado una etapa de construcción. Esta situación por la que ahora atravesamos es exactamente al revés. Yo siento, ahora, que la etapa de construcción recién empieza. Y alguien tendrá que encabezarla. Es el tiempo.

E.G.A.: A tu juicio, ¿contra qué, exactamente, estamos luchando? ¿Qué tendríamos que construir?

F.F.: Te lo digo en dos palabras –aunque después haga falta mucho para saber cómo hacerlo (se ríe)-: luchamos contra la explotación. Luchamos contra un sistema social que le va sacando a quienes trabajan parte de su vida, y les va dejando apenas lo que necesitan para sobrevivir biológicamente, y a veces ni siquiera eso. A eso se le llama “plusvalía”, que no es un concepto de Marx sino de Ricardo, un concepto liberal. Y para ser más claros: eso se llama explotación. La explotación es el hecho más generalizado, más básico y más inicuo, al mismo tiempo, que sostiene todo nuestro sistema de vida. Contra eso luchamos, contra la explotación. No se trata de que “no haya más pobres”. Ese es un lenguaje del Banco Mundial, que quiere ocuparse de los pobres como si salieran de bajo las piedras. Los pobres son un resultado: son los que están en la pobreza porque fueron empobrecidos. Son los que están en la “intemperie social”, totalmente desprotegidos, abandonados. Y esto es el resultado de la explotación, que es el hecho básico, fundamental. Lo que hay que hacer, entonces es transformar la sociedad de la explotación, para que ya no haya explotación: cambiar el sistema social. Porque, además, la explotación es imposible sin sometimiento: genera sometimiento, produce sometimiento. Entonces, nuestro problema mayor no es la exclusión. Hay tres o cuatro palabras que se usan mucho, reinstitucionalizar, incluir, y alguna otra, con las que no estoy de acuerdo. Porque es como si sólo se tratara de traer “para adentro” a algunos que –vaya a saber por qué- quedaron afuera de un sistema social que, por lo demás, anda perfecto. Y esto no es así. No es así: es la explotación la que genera miseria, y a esa miseria total, terrible, destructiva de todo lo que es humano es a lo que llamamos, equivocadamente, exclusión. El sistema de vida en que estamos genera miseria y exclusión. Siendo así, no es posible pensar en “incluir”: hay que pensar en transformar lo que tenemos. Ir más allá de lo que conocemos.

E:G:A:¿Nos podés aclarar un poco más esto? ¿Cuál es el camino que deberíamos tomar?

F.F.: Mirá, hace sesenta años yo conversaba con Ramón Carrillo y él me decía: “el Estado es el responsable de la salud: a la salud hay que sostenerla desde el Estado. Es mi convicción. Pero cuando digo esto, me peleo con Eva”, me decía Carrillo. Y yo, que era un médico recién recibido, de 22 o 23 años, le pregunto por qué, ¿por qué se pelea con Eva? “Y… –me contesta Carrillo- me peleo porque ella dice que los establecimientos hospitalarios, y todo lo que tiene que ver con la salud, son del pueblo. Y si son del pueblo los tiene que manejar el pueblo. ¿Usted que opina?”, y me queda mirando, así, con esos ojos que te perforaban. Carrillo, un personaje. Y yo, todo chiquito, recién recibido, le digo: “Y… me parece que Eva tiene razón”. Y Carrillo explota: “¡¡¿No ve, no ve?!! ¡Son todos unos revolucionarios!” Y se calla de golpe. Me mira. Me agarra del brazo, y me dice, suavecito: “pero ustedes tienen razón. Ustedes tienen razón”. Entonces, ¿qué me estaba diciendo? Que había que cambiar ese sistema de administración centralizada en el Estado. Y yo tuve la suerte, con otros compañeros, de pensar que podía haber un camino diferente. Y yo tengo la ventaja, respecto de Eva, de que han pasado 60 años y puedo aprovechar de la experiencia que transcurrió. Desde esa experiencia sostengo que para resolver el problema de la salud hay que introducir con toda decisión en el campo de la salud la participación popular. El pueblo, las personas, tienen que ser los protagonistas del sistema de salud. No sólo sus usuarios. Hay perspectivas de construir un sistema de salud acorde con lo que el país necesita –éste país o cualquiera de los nuestros- sólo si hay participación popular. Si no, no habrá solución viable ni eficaz. Y ¿qué quiere decir participación popular? Que lo que hasta ahora son usuarios se transformen en co-administradores del sistema de salud. Que lo co-gobiernen.

E.G.A.: Si te entiendo bien, para que algo así sea posible es necesario, entre otras cosas, que los ministerios, el ejercicio de un poder público, estatal, sean concebidos no como un privilegio sino con vocación de servicio. Como un servicio a la república y a la comunidad. ¿No es así?

F.F.: Totalmente así. Si la política –y los políticos- no recuperan la vocación de servicio público, no hay transformación posible. A decir verdad, nosotros tratábamos de ejercer nuestras funciones políticas honrando esa vocación. Te cuento una anécdota personal, porque creo que expresa muy bien cómo tratábamos de hacer las cosas. En qué espíritu. Cuando yo era ministro de Bidegain –en los 70-, un día llegan dos tipos a visitarme. Se presentan, se acercan y me dicen: “ahí, sobre su escritorio, tiene usted un expediente que necesitamos que firme”. Y me señala la mesa, que estaba apartada unos metros de donde estábamos nosotros. El tipo entonces se levanta, va hacia la mesa y deja un sobre al lado del documento. Me doy inmediatamente cuenta de que se trata de una coima. El tipo vuelve, se sienta al lado mío y sigue con su explicación: “usted tiene que firmar el documento porque se trata de la compra de un betatrón”, me instruye. El betatrón era un aparato carísimo, importante, de última tecnología, pero que –según yo había consultado con unos colegas- no nos hacía falta: con la plata que había que invertir en ese sólo aparato podíamos comprar una serie de otros equipos destinados a los mismos fines, de tecnología más sencilla, pero que nos permitían hacer que cada región tuviera el suyo. Entonces yo lo miro el tipo y le digo: “Tráigame el expediente”. El tipo va a mi escritorio – a mí escritorio- y me lo trae. Claro, el tipo sabía que estaba ahí porque ya había coimeado a los que hacía falta para garantizar que el expediente estuviera en mi mesa de trabajo. Yo entonces abro el expediente y escribo: “El que firme este expediente a favor de la compra del betatrón es un hijo de puta. Además, es un traidor a la Patria”. Y firmo como ministro. Lo miro al tipo y le pregunto: “¿Está claro?”, y el fulano se queda en silencio, mirándome sin saber qué hacer. Entonces yo toco un timbre de emergencias que tenía en mi despacho, y cuando aparece la gente de seguridad les digo: “estos dos señores me querían coimear: van presos”. Y les entrego también el sobre con la coima para que lo depositaran en la comisaria, como prueba. “Entregue también esto: yo, ni bien estén en la comisaría, iré”. Y se los llevan. Al rato, una vez que los tipos estaban presos, me llama Bidegain, que era el gobernador, y me dice –esto es para que nadie se lo olvide- : “¡¿Qué pasó Floreal?!”, y yo le cuento, con lujo de detalles, a lo que él me contesta: “Floreal, estoy al lado suyo en todo y por todo. Si necesita apoyo acá estoy. Cuente conmigo. No afloje”. Siempre lo voy a recordar. Al rato me llama Carcaño, un teniente general de las Fuerzas Armadas, y me agarra a los gritos: “Usted tiene preso a un general de la Nación y no puede tenerlo preso porque no tiene la autoridad moral, ni legislativa, ni….”, y yo lo corto, en seco: “Mire: autoridad moral tengo de sobra. Pero si usted me sigue gritando, yo le corto”. Entonces el tipo se calma, se presenta, y me pide más amablemente que por favor libere a uno de mis “prisioneros”, porque es “un general de la Nación”. Yo le contesto: “no señor, yo no tengo preso a ningún general de la Nación, lo que yo tengo preso es a un par de delincuentes de la Nación”. Y ¿quién era el general que puse preso? ¡Era Fatigati!, que me venía a ofrecer 83 millones de mangos de coima. En fin, a las pocas horas fui a la comisaría, labramos un acta, rompí el cheque frente a testigos, dejé todo asentado, y los dejamos en libertad, por supuesto. Pero, para terminar este cuento, recibo la llamada de Bidegain, de nuevo. Me felicita, y me dice: “Bravo, Floreal: ese es el gobierno que queremos hacer”. Es lo que decía: gobernar era algo que se hacía para el país, para el pueblo, para la Nación. Era un compromiso y una responsabilidad. No un privilegio. Ojalá que volvamos a encontrar esa senda en la política. Nos hace falta.

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