Presión empresaria

Nota publicada en Página 12

 

Presión empresaria

Por Martín Schorr y Daniel Azpiazu

Durante la convertibilidad la Argentina sufrió un agudo cuadro de desindustrialización, que en materia distributiva tuvo como correlato una fenomenal transferencia de ingresos desde los trabajadores hacia las fracciones empresarias más concentradas: entre 1991 y 2001 la relación entre la productividad y los costos salariales aumentó un 63 por ciento, lo que reforzó las tendencias iniciadas en 1976. Con el abandono de dicho régimen económico tuvo lugar un proceso de reindustrialización (acotado por la ausencia de cambio estructural en el perfil productivo), el cual repercutió favorablemente en la generación de empleo, pero profundizó la regresividad en la distribución del ingreso. Fundamentalmente por los efectos negativos que sobre las remuneraciones de los asalariados se desprendieron del shock devaluatorio y de precios en 2002-2003. Las mejoras salariales posteriores no lograron revertir dicha situación, de allí que en 2009 la rentabilidad bruta fue un 15 por ciento más elevada que en 2001.

En la década pasada, una parte importante del excedente captado por las grandes empresas se direccionó, vía precios relativos, a otros sectores más favorecidos que la industria (finanzas y servicios públicos privatizados). En la fase iniciada en 2002, dados los reacomodamientos de precios, los mayores coeficientes de explotación de la fuerza de trabajo tendieron a quedar “dentro” de la esfera fabril y se expresaron en tasas de beneficio sumamente elevadas, en particular entre 2004 y 2007 (la rentabilidad sobre ventas de los oligopolios líderes osciló entre el 14 y el 19 por ciento).

Desde mediados de 2008 y con especial virulencia en distintos momentos de 2009, las fracciones más concentradas del capital manufacturero han venido presionando por una devaluación para ganar “competitividad” ante la crisis internacional (por potenciar sus tasas de ganancia extraordinarias a partir de una nueva contracción de los salarios). La respuesta oficial de mantener la política cambiaria, sostenida por un elevado nivel de reservas, devino en la preservación de un tipo de cambio algo superior a 3,85 pesos por dólar. Perdida, de momento, la “batalla por la devaluación”, las grandes empresas han respondido de diversas maneras, todas ellas inscriptas en el intento de fortalecer aún más su notable capacidad de acumulación de los años previos.

Primero, a partir de su poder de mercado y de diversas acciones y omisiones gubernamentales, han podido captar excedente de modo diferencial mediante la fijación “preventiva” de precios. Esto les ha permitido cubrirse ante las negociaciones colectivas que se avecinan. En 2009, los precios mayoristas industriales crecieron el 8 por ciento y en varios rubros oligopólicos se verificaron subas muy superiores.

Segundo, con ese colchón de precios, han proliferado en boca de estos actores y sus voceros académicos y mediáticos una serie de planteos en pos de atar el comportamiento de los salarios a los de la productividad para, como mínimo, cristalizar una matriz distributiva sumamente regresiva.

Tercero, muchas grandes firmas, remitiendo a la crisis mundial como supuesto factor causal, han recurrido a diversas acciones: suspensión de trabajadores, despidos, recorte en las jornadas laborales, mayor precarización, intensificación del trabajo, propuestas de rebaja salarial como condición para el mantenimiento del empleo, etcétera. Ello se inscribe en otra de las “apuestas de fondo” de esta fracción del gran capital: el “reordenamiento” de las relaciones laborales, es decir, el regreso a la nefasta política laboral de los “añorados” años noventa (lo ocurrido con la firma estadounidense Kraft Foods constituye un mascarón de proa).

Cuarto, se destacan las propuestas para fortalecer diferentes espacios privilegiados de acumulación que se generaron en la posconvertibilidad. Por ejemplo, los subsidios y otras prebendas estatales a diversas actividades económicas directa o indirectamente vinculadas con estos grandes capitales. Y el régimen de promoción de inversiones que ha tenido entre sus principales beneficiarios a un puñado de empresas oligopólicas de los sectores industriales preponderantes (procesamiento de soja y otras agroindustrias, acero y aluminio, derivados del petróleo y automotriz). El sostenimiento de estos esquemas por parte del Gobierno muestra que el poderío económico de esta fracción de clase también parecería traducirse en capacidad de veto sobre la orientación estatal.

Así, más allá de la alusión a la necesidad de ganar “competitividad” y en el marco del despliegue de variadas prácticas non sanctas (en materia laboral, remarcación de precios, reticencia inversora), resulta evidente que las grandes empresas industriales buscan recrear factores domésticos de contexto que les aseguren seguir internalizando altísimas tasas de beneficio. Queda el interrogante de cuál será la respuesta del Gobierno, dado que estos planteos provienen de un grupo de los sectores dominantes que ha resultado muy favorecido por la política económica desde el fin de la convertibilidad y ha venido ocupando un lugar destacado en el bloque social en el poder.

(Resaltados LdelS)

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