La rutina de amenazar díscolos
OPINIÓN
Dos leyes para la rutina de amenazar díscolos
POR ROBERTO GARGARELLA PROFESOR DE DERECHO CONSTITUCIONAL (UBA, DI TELLA)
13/05/13
Dos leyes para la rutina de amenazar díscolos
El estrecho vínculo que existe entre la aprobada reforma de la Justicia y la ya sancionada ley antiterrorista no sorprende, sino que resulta obvio. La última tiene como principal objetivo mantener bajo amenaza a los militantes populares y luchadores sociales, mientras que la primera se interesa en mantener bajo amenaza a los jueces díscolos.
La reforma a la Justicia promete por arriba lo que la ley antiterrorista ya consigue por abajo, esto es, apremiar a los críticos, objetivos que comparten con tantas otras herramientas abierta u ocultamente empleadas desde el Gobierno (y que incluyen desde las amenazas impositivas hasta el recurso frecuente a los servicios de inteligencia).
Ninguna novedad, más bien una rutina para el kirchnerismo. Se trata, en ambos casos, de reformas antipopulares y antidemocráticas, situadas lejos de la retórica grandiosa que vino a rodearlas.
Pero vayamos atrás. El momento en que el Gobierno aprobó la ley antiterrorista resultó singular y curioso. Con debida obediencia, sus defensores sostuvieron que aprobaban la ley pero que nunca la aplicarían.
El argumento era notable, por varias razones. Primero, sin dudas, porque el Gobierno dictaba una ley que al mismo tiempo juraba que jamás utilizaría; segundo, porque hasta ayer al menos, los políticos oficialistas no eran los jueces encargados de aplicar frente a un conflicto las normas que ellos mismos dictaban; y tercero, porque el Gobierno hablaba como si no existiera posibilidad de que un gobierno de signo diferente lo reemplazara. En todo caso, debe decirse que con la ley antiterrorista primero, y con la reforma a la justicia luego, el Gobierno pudo ofrecerle dos regalos invalorables e inesperados a un futuro gobierno (más) de derechas: a ese gobierno, el kirchnerismo le sirvió en bandeja dos normas que la derecha no se hubiera animado a dictar, y no hubiera podido jamás hacerlo.
Ahora bien, la afirmación sobre la ley que el Gobierno dicta para no aplicar nunca parece graciosa, pero en realidad es falsa: la ley antiterrorista ya está en vigor y sus efectos se sienten con independencia de que un juez se decida a imponerla.
Para los militantes sociales, y en particular para los miles de luchadores de base hoy procesados, la sola existencia de la ley representa una amenaza para su destino. Hoy ellos saben que si se deciden a manifestarse en contra del Gobierno corren el riesgo de perder incondicionalmente la libertad de la que hoy gozan, pero pendiente de un hilo. No importa, entonces, lo que luego hagan o dejen de hacer los jueces o funcionarios adictos: la amenaza ya existe, es grave, y con eso basta.
La reforma a la Justicia, y muy en particular la reforma al Consejo de la Magistratura, pretende exactamente lo mismo que la ley antiterrorista: potenciar la capacidad de amenaza del Gobierno frente a los que piensan distinto.
No importa en absoluto, entonces, que alguna vez el nuevo Consejo se decida o no a destituir a unos jueces, ayudado ahora por las cómodas mayorías que le permitirán hacerlo.
Lo único que realmente interesa es su poder de amenaza.
Cuando un juez inquieto apenas se haga una pregunta acerca de los bienes malhabidos de algún funcionario, al Consejo le bastará con mover del archivo, distraídamente, algunas carpetas, o con abrir un sencillo expediente: la amenaza ya se habrá instalado, la misión ya estará cumplida.
Éste es (junto al pretendido artilugio electoral que viene consigo) el gran objetivo que torna explicable la reforma al Consejo, su sometimiento a las mayorías de turno, los cambios en los porcentajes de sus mayorías.
Una pena. Una inmoralidad que, como suele ocurrir, se suma al carácter inconstitucional (tanto en sus formas como en el fondo) de la ley que se dicta.
Signo de los tiempos: tal vez lo más triste es que la reforma llegue avalada por el silencio o los susurros tímidos de voceros que supieron para sí de tiempos más dignos, menos contaminados. Nadie les pedía llegar tan lejos en la defensa de normas que, en el mejor de los casos, se sostienen aclarando que no se aplicarán nunca, que no causan tanto daño, que no es cierto que sean tan abiertamente inconstitucionales.
Duele verlos todavía danzando cuando las luces se apagan, en el momento en que suena la melodía gris y farsesca propia de una época que se acaba.
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