La reformulación del sistema político argentino

Enero 2013

 

El bipartidismo y

LA REFORMULACION DEL SISTEMA POLITICO ARGENTINO

  El sistema político argentino entró en crisis, qué duda cabe, allá por el 2001. Primero en las elecciones legislativas de octubre de ese año, cuando los millones de votos que perdió principalmente la Alianza, pero también el opositor justicialismo, se fueron a lo que se conoció en aquel entonces como el “voto bronca”: gente que no fue a votar, lo hizo en blanco o directamente anuló su sufragio. Luego en las masivas movilizaciones del 19 y 20 de diciembre de dicho año, que dieron por tierra con el gobierno de Fernando De la Rúa, en las que el grito dominante de la ciudadanía fue “que se vayan todos”; dirigido en lo fundamental a la dirigencia política de la UCR y el PJ.

  Fue tan duro el impacto sobre estos, que en las presidenciales del 2003 ambos se dividieron en tres candidatos cada uno.

  Desde ese entonces hasta ahora el sistema de partidos previo a aquella crisis no se ha recompuesto; ni ha logrado volver a lo que fue de 1983 en adelante. El kirchnerismo predominó en las tres elecciones para presidente que hubo desde entonces, y en todos los casos tuvo un componente justicialista en su propuesta política, pero nunca pudo reagrupar a dicho partido en su totalidad; siempre una fracción del mismo fue por fuera. El radicalismo por su parte, como ya dijimos, en el 2003 se partió en tres expresiones (Carrió, López Murphy y Moreau); en el 2007 necesitó llevar a un peronista  como candidato (Lavagna) y entró tercero; finalmente en él 2011 fue unido, pero repitió con Alfonsín hijo la pobre performance previa, ubicándose nuevamente en tercer lugar, por debajo del recientemente constituido FAP.

  Es evidente entonces que, aún cuando no termina de morir, el sistema de partidos de nuestro país con el PJ y la UCR como factores dominantes, está agotado. Una de las más importantes tareas democráticas entonces es reformularlo, acorde a la nueva etapa política, económica, social y cultural que vivimos. De manera tal que se logre restablecer la credibilidad de la ciudadanía en la vida política; logrando paralelamente recuperar su participación en ella, que ha sido durante décadas y décadas un sello distintivo de nuestra nación. 

  Dice la Constitución Nacional en su Artículo 38: “Los partidos políticos son instituciones fundamentales del sistema democrático”. Para que lo sean realmente los ciudadanos tienen que confiar en ellos, adherir a ellos, ver en ellos reflejadas sus ideas, intereses y anhelos, confiando en que pueden ser representados de la mejor manera. Eso está lejos de suceder en la actualidad, más allá de que se los vote más o menos, la desconfianza es el sentimiento extendido.

 


El bipartidismo en nuestra historia

  

  El rasgo dominante de nuestra historia política, desde que nos constituimos como nación, fue que el sistema de partidos en que se organizaron en cada momento los distintos sectores de la sociedad para pujar por sus ideas e intereses, estuvo siempre dominado por dos grandes formaciones: unitarios y federales primero, conservadores y radicales luego, radicales y peronistas a partir de 1946. Con otros partidos menores, muchas veces aliados de unos u otros; y en algún período con uno de hecho: el partido militar, usado por las minorías pudientes para hacerse del gobierno e imponer sus designios.

  En ese recorrido histórico sin embargo se puede observar una diferencia muy importante: hasta 1983 ese bipartidismo tenía -con sus más y menos- como característica fundamental, que uno de los dos partidos expresaba en líneas generales las ideas de las minorías vernáculas más poderosas, habitualmente regresivas y con intereses vinculados al país imperial dominante por esta región (Inglaterra primero, los EEUU después). Eso fueron sucesivamente los unitarios, los conservadores y, con sus idas y vueltas, los radicales desde la década del ’40 en adelante; con la excepción de los tres años en que gobernó Arturo Illia.

  Paralelamente el otro partido en cuestión, tendía a representar, no exento de contradicciones, proyectos que contemplaban en importante medida los intereses de la nación y su pueblo. El federalismo, el radicalismo yrigoyenista y el peronismo en vida de su líder, expresaron eso en cada uno de los tres períodos.

  De allí que la confrontación -por momentos durísima- en esos sistemas bipartidistas, si bien siempre tenía una parte de lucha por el poder en sí mismo, inherente a la política, era esencialmente el reflejo en la superestructura de contradicciones reales referidas al rumbo que tomaría la Argentina de predominar uno u otro. 

  Sin embargo, partir de la salida de la última dictadura el bipartidismo político adquirió otro rasgo: el modelo de país que impulsaban y llevaron adelante las cúpulas del radicalismo y el justicialismo fue, en grandes líneas, el mismo.  Hubo a principios del gobierno de Raúl Alfonsín posibilidades de que se expresara, por vía de una UCR renovada, un proyecto nacional y progresista; el que seguramente sería confrontado por un PJ ya vaciado de contenido y corrido a la derecha desde la segunda mitad de la década del setenta. Pero no fue así, en 1985, plan Austral mediante, el rumbo gubernamental cambió -jaqueado por un contexto externo e interno adverso- y se acercó paulatinamente al neoliberalismo. La oportunidad entonces se esfumó, y durante los siguientes años ambos partidos tradicionales se turnaron en el gobierno para desplegar en esencia el mismo modelo, parido en las usinas del Consenso de Washington.

  Fue entonces enteramente justo levantar en ese tiempo la consigna de oponerse al bipartidismo peronista-radical. Quienes aceptaron en dicho período la hegemonía de alguna de las dos formaciones tradicionales (como Oscar Alende el liderazgo del PJ y Chacho Alvarez de la UCR) llevaron sus experiencias políticas progresistas a la derrota.

  En el 2003 con la asunción de Néstor Kirchner a la presidencia, pareció abrirse una brecha para romper ese bipartidismo retrógrado. Si bien llegó aquel en una alianza con un sector nada desdeñable del PJ encabezado por Eduardo Duhalde, era claro que este no conducía ni condicionaba demasiado al nuevo gobierno. El desprestigio ante la sociedad de la dirigencia tradicional, de la que el ex gobernador bonaerense formaba parte, jugaba su rol. Al mismo tiempo, el nuevo mandatario, si bien venía de la entraña del justicialismo de Santa Cruz, planteaba la gestación de una nueva fuerza política que acompañara su proyecto; en principio la dibujaba nacional y popular. “Transversalidad” le llamó a este supuesto intento, porque contemplaba un corte de la mayoría de los partidos existentes, agrupando a lo mejor de cada uno en una nueva organización política; algo parecido al “tercer movimiento histórico” que postuló en los inicios de su mandato Alfonsín. 

  Fue el propio Kirchner el que enterró esa posibilidad cuando a fines del 2007, y habiendo ganado su esposa la presidencia en la primera vuelta, en un contexto sumamente favorable en lo económico, decidió ir de presidente del PJ. Partido que había sido el principal responsable de la destrucción del país en los años previos. Evidentemente su abandono de la estrategia de constituir un nuevo movimiento político, venía de la mano de que su proyecto no era, en definitiva, transformar en serio la Argentina en un sentido de progreso.

 


La reconstrucción de otro bipartidismo

 

  Los partidos políticos en nuestro país, y sus posicionamientos, siempre han tenido que ver con la etapa histórica por la que se transitaba. La lucha entre unitarios y federales tenía como sustrato el modelo de nación que se pretendía construir a posteriori de la independencia. Sabido es que luego de 50 años de guerras civiles (desde el conflicto interior versus Buenos Aires allá por 1820, cuando Estanislao López y Pancho Ramírez ataron sus caballos en la Pirámide de Mayo, hasta la derrota de López Jordán en tierras correntinas en 1870) la Argentina se organizó bajo la hegemonía de los primeros.

  Se inició así, particularmente desde la presidencia del tucumano Nicolás Avellaneda, una nueva etapa nacional, caracterizada por la implantación de un modelo agroexportador, dirigido por una minoría de fuertes rasgos oligárquicos vinculada a Gran Bretaña. Luego de unos quince años, donde el sistema de partidos fue ocupado por dos que representaban a fracciones en puja del mismo proyecto (los Autonomistas cercanos a los terratenientes y los Liberales expresión de la burguesía comercial porteña), se produzco a partir de 1890 un cambio de significación: los Conservadores, ex Autonomistas, incorporan los restos del partido Liberal y pasan a representar al conjunto de los defensores del régimen en curso, y al mismo tiempo con la Revolución del Parque irrumpe otro partido: la Unión Cívica Radical, que, como expresión de nuevos sectores sociales emergentes, confronta con aquellos desde un proyecto más nacional y progresista. 

  El golpe de 1930 que derroca a Yrigoyen es el comienzo del fin del modelo agroexportador, al cambiar profundamente el contexto mundial donde este se había desplegado. Es un impacto también sobre el sistema de partidos. En los 15 años que van hasta 1945 se achica el Conservador, expresión como dijimos, hasta ese momento, de los sectores de poder; y paulatinamente el radicalismo vira en sus posturas hasta reemplazar -en importante medida- a aquellos como representación política del status quo que había combatido. Vinculándose de hecho la UCR, al mismo tiempo, con la estrategia de los norteamericanos, que vinieron a reemplazar al imperio inglés luego de la segunda guerra por estos pagos. Por debajo, en lo económico y social, se iba dibujando otra Argentina, con un modelo vinculado crecientemente a la sustitución de importaciones. La expresión política de este irrumpe luego del 17 de octubre de 1945, y se llamará peronismo.

  Con sus variantes, este molde productivo se extenderá en el país hasta 1976. Aunque hay un creciente rol político en esos años de los militares, que interrumpen el orden democrático en 1955, 1962 y 1966 -y una irrupción en la primera mitad de los setenta de organizaciones armadas de izquierda que convulsionan la vida política-, se mantienen vigentes como partidos mayoritarios el peronista y el radical. Este último, como decimos más arriba, dominado por sus sectores más conservadores -salvo el período de gobierno de Arturo Illia- fungió como uno de los canales de expresión de los sectores dominantes. El peronismo, proscripto hasta 1973, aun con sus grandes contradicciones, fue en un grado aceptable la expresión de la resistencia a aquellos.

  Todo ello tiende a modificarse con la feroz dictadura que azotó nuestra nación de 1976 a 1983; introductora además de un nuevo modelo económico, el neoliberal, conducido por los EEUU, el capital financiero internacional y sus socios nativos.

  En la recuperación de la democracia, pareció que el orden de los factores políticos se invertía, y que en el bipartidismo nuestro de aquel entonces el peronismo, de la mano de su dirigencia surgida de los años setenta, pasaba a ocupar el lugar de representación de los sectores de poder; y, al revés, el radicalismo, desplazada su dirigencia balbinista, el portador de un proyecto mejor de nación. 

  No fue finalmente así, como decimos más arriba. Luego de resistir algunos años, Raúl Alfonsín cedió poco a poco a la presión de los grupos dominantes; y así, para finales de la década del ochenta, ambos partidos tradicionales: PJ y UCR, pasaron a ser en lo esencial dos expresiones de un mismo modelo que asolaba la región y a nuestro país en particular. La rebelión de diciembre del 2001 los conmovió hasta sus cimientos, y su crisis política, con sus más y menos se extiende hasta nuestros días.

  No es casual esto que sucede, ha ocurrido casi siempre en los períodos de transición de nuestra historia: de 1862 a 1874, de 1930 a 1945, y de 1969 a 1976, cuando estuvimos pasando de un modelo de nación a otro. 

  En la actualidad el kirchnerismo expresa en la superestructura, justamente un período de transición en vías de terminar. Allá por el 2003, era claro que el neoliberalismo como expresión dominante se retiraba de la escena en medio de un estrepitoso -y terrible- fracaso. Los casi diez años que le han seguido, los de Néstor y Cristina Kirchner, no han materializado un nuevo rumbo nacional más allá del “relato”, que suele mostrarse bastante lejos de los hechos concretos. En realidad su prolongada administración ha sido una mezcla de continuidad con la década del noventa, junto a cambios económicos, sociales y culturales que no han logrado predominar sobre lo viejo. Un proceso además, que muestra, como decimos, más que claros síntomas de agotamiento.

  ¿Qué sobrevendrá ahora, entonces? Se pondrá casi con seguridad sobre el tapete la verdadera pugna que subyace en el acontecer nacional. Es decir, sobre un contexto internacional favorable a la Argentina por la modificación de los términos del intercambio -y por la pérdida relativa de peso económico y político de los EEUU y Europa- por dónde rumbearemos. ¿Nos insertaremos en el mundo acorde a los intereses y planes de los sectores concentrados, o lo haremos desde el proyecto de los que pretendemos un país más integrado, equitativo y contenedor de las mayorías? No es una contradicción menor, por cierto, ni secundaria, al decir del viejo Mao. No nos olvidemos que allá por el siglo diecinueve, cuando tuvimos junto a otras naciones lo que ahora se denomina “viento de cola mundial”, no pudimos salir del subdesarrollo de las actividades primarias por la acción de una minoría de terratenientes que nos gobernaron esos años en función de sus prerrogativas. Un rumbo inverso al que recorrieron Canadá y Australia, que producto de ello desplegaron con diversidad y sustentabilidad sus fuerzas productivas y nos sacaron kilómetros de ventaja en el bienestar de sus sociedades.

  Esa puja es la que se viene, pero no la del discurso K, sino en serio. Sobre esos proyectos en pugna es que hay que pensar el nuevo sistema de partidos. Los sectores de poder -una parte de los cuales han apoyado a los Kirchner todos estos años y otros se les han opuesto- ya están viendo cómo unificarse en una expresión política que los represente, más allá de sus normales pujas y contradicciones. De allí que no les disgusta agrupar desde el PRO de Mauricio Macri, a las distintas variantes del PJ que pintan para suceder a Cristina, con el ala conservadora de la UCR. Como quién dice, propugnan una representación política “transversal” que vaya del centro a la derecha; con peso en las clases altas y medias, y, de ser posible -como el menemismo-, también en los sectores humildes. Trabajan activamente ya en esa dirección, para ver de llegar al gobierno en el 2015 y terminar así, bajo su hegemonía, con la transición que se abrió a principios de este siglo. También buscan, con todos los recursos que tienen a su alcance, que quienes expresamos un proyecto contrapuesto al suyo no nos unamos, no logremos confluir. Ya se sabe, lo enseñaron los ingleses: divide y reinarás.

  Nosotros, por el contrario, en la búsqueda justamente de derrotar este intento del régimen de los pudientes y abrirle paso a un proyecto de país progresista, que logre transformar la Argentina en este período histórico favorable, debemos propugnar la unidad en otra alianza política, bien distinta. Una que vaya del centro a la izquierda, que gane el apoyo de las capas medias y que logre paralelamente concitar la adhesión y la participación popular en ella. Ese es el gran desafió que nos plantea la historia, particularmente a nuestro FAP. Tenemos que ser capaces de agrupar, con un programa transformador, en un nuevo polo nacional y popular, a los más amplios sectores susceptibles de ello. Sin estrecheces ideológicas, vamos por la construcción de otro país, no lo olvidemos. Objetivo enorme que requiere de una gran unidad para tener posibilidades reales de conquistar supremacía política. 

  Hay que visualizar el advenimiento de un nuevo bipartidismo. Que a diferencia del conformado por el PJ y la UCR en los últimos lustros -partidos que en ese período expresaron en el fondo lo mismo-, ahora sea la representación de dos proyectos de país distintos: el de las mayorías por nuestro lado, el de las minorías por él otro. 

 

Humberto Tumini
Movimiento Libres del Sur–Frente Amplio Progresista 

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