Caer en la pública. Por A. Grimson y E. T. Fanfani

Caer en la pública. Por A. Grimson y E. T. Fanfani

Educación pública y privada

Caer en la pública

El presidente de Argentina dijo que quienes no pueden acceder a la educación privada deben "caer" en la educación pública. Los investigadores Alejandro Grimson y Emilio Tenti Fanfani desarman, con datos, los repetidos clichés sobre colegios públicos y privados. A pesar de las críticas que los ciudadanos suelen hacer a la escuela pública, la mayoría considera el acceso al conocimiento y la cultura una cuestión de derecho y no de mercado. Muchos padres dicen que las privadas se ven más ordenadas y el dictado de las clases está garantizado. Pero no hay quejas de que en la educación pública “se aprenda menos”; y los estudios avalan esa percepción. Un fragmento de “Mitomanías de la educación argentina” (Siglo XXI)

¿Por qué defendemos la escuela pública? Si uno desea un país más democrático e igualitario, la educación es un derecho. Si el derecho no incluye una educación de alta calidad, al menos tan buena como la formación a la que acceden las elites, no estamos garantizando plenamente la igualdad de oportunidades. Cada vez que la escuela pública ve afectado su funcionamiento de manera que la educación que puede ofrecer está por debajo de las escuelas privadas, se lesiona el derecho de los niños a recibir conocimientos en igualdad de condiciones. El mundo real está lleno de desafíos, y la escuela es un sitio estratégico para que la sociedad aprenda a con­ vivir en la heterogeneidad. Esto no podría lograrse si la formación “privada” no estuviera regulada por el Estado en algunos contenidos básicos. De hecho, según la ley, todas las escuelas son de carácter público, sólo que algunas son de “gestión privada”. El Estado debe ejercer una regulación basada en acuerdos y consensos amplios so­bre el currículum de todas ellas.

En la Argentina, con el tiempo se fue edificando una tradición de educación pública, gratuita y laica. Eso produjo la frecuente aso­ciación de estos tres términos, como si fueran características intrín­secas de lo público. Pero hay países donde la educación pública es religiosa y otros donde no es gratuita. En la Argentina todavía hay, en algunas provincias, enseñanza religiosa en las escuelas públicas. Del mismo modo, el hecho de que los posgrados universitarios sean pagos no significa que no sean públicos.   Hay problemas sociales que sólo tienen soluciones colectivas o públicas. Desde fines del siglo XIX, la educación fue, primero, una obligación, una cuestión de Estado (no de mercado), y luego, un derecho. Diversas fuentes coinciden en que el crecimiento de las clases medias genera un crecimiento de la educación privada. Se trata básicamente de familias en las que ambos padres trabajan, lo que los lleva a buscar la doble escolaridad y la previsibilidad de que no habrá huelgas (porque ellos deberán concurrir a sus trabajos de todos modos). A esto pueden sumarse ciertas presunciones discuti­ bles sobre la calidad de ambos tipos de educación y (por parte de quienes pueden escoger) una tendencia más profunda a evitar las si­ tuaciones de heterogeneidad social. De modo similar, en las últimas décadas ha habido una tendencia social al crecimiento sostenido de los servicios de salud, seguridad y las urbanizaciones privadas.

La expansión histórica de la matrícula de la escuela privada –ini­ciada en las décadas de 1940 o 1960, según los distintos investigado­res– convive hoy, aunque no a la par, con la expansión de la matrí­cula en la escuela pública, que alcanza a nuevos grupos sociales aún no escolarizados.   Las escuelas privadas son mejores que las públicas   “Lo público siempre es ineficiente. Lo privado alcanza mayores logros por el impulso que genera la competencia. Si se privatizara la oferta educativa, habría más libertad y la calidad de la enseñanza mejoraría rápidamente.”   Los ideólogos del neoliberalismo pretenden imponer una visión que condena a la educación pública por ser intrínsecamente inefi­ciente e irracional, y llaman a introducir mecanismos de mercado que descentralicen las decisiones empoderando a las familias. Esta perspectiva no coincide con las valoraciones y expectativas de la ma­yoría de la población argentina. Pese a las críticas de los ciudadanos hacia la escuela pública (muchas de ellas merecidas), la mayoría de ellos siguen considerando que el acceso al conocimiento y la cultu­ra es una cuestión de derecho y no de mercado. Y no hay derecho sin Estado, es decir, sin ese lugar donde se construye y garantiza un “interés general”.   Aunque una significativa proporción de familias tenga opiniones muy críticas sobre la gestión y el desempeño de las escuelas públi­ cas, una parte de esas críticas no apuntan a aspectos específicamen­ te pedagógicos. Muchos padres señalan que las escuelas privadas son mejores porque perciben un orden que no ven en la enseñanza pública o porque el dictado de las clases está garantizado. Menos frecuente es escuchar quejas respecto de que en la escuela pública “se aprenda menos” que en la privada.   En efecto, la evidencia empírica disponible indica que no se aprende más en las escuelas privadas. Los resultados de las prueba   de aprendizaje implementadas en diversos países permiten evaluar los conocimientos de los estudiantes en algunas materias centrales. Si se compara una escuela privada de sectores medios altos con una escuela pública de sectores medios bajos, el caudal de aprendizaje será mayor en la primera. Pero eso no se debe a que una de las escuelas sea pública y la otra privada, sino a que el nivel socioeco­ nómico y educativo de los padres es un factor determinante en la capacidad o la posibilidad de aprendizaje de los alumnos. Así, cuan­ do se comparan alumnos de escuelas diferentes pero de igual nivel socioeconómico no hay diferencias en los aprendizajes, pero sí los hay cuando se comparan dos escuelas públicas donde concurren alumnos de estratos sociales muy diferenciados.   Dicho de otro modo, las diferencias en cantidad de respuestas correctas no se deben a “algo que les da la escuela privada” sino a lo que buena parte de los alumnos que asisten a escuelas privadas “traen desde la casa”. Como la matrícula de los colegios privados tiende a provenir de sectores profesionales o de más alto capital cultural, sus niveles de conocimiento son mayores, pero no como resultado de la enseñanza de la escuela privada. No hay base cientí­ fica que permita afirmar que las escuelas privadas son mejores, en términos de aprendizaje, que las públicas. Pero cuando los padres hablan de “la calidad de la escuela” de sus hijos no utilizan la expre­ sión tal como la entienden las pruebas estandarizadas, ya que en sus valoraciones son muy importantes el estado del edificio, la amplitud de criterios de los directivos, la riqueza de las actividades “extracu­ rriculares” y/o las características generales del alumnado.   En América Latina ha crecido la educación privada incluso en contextos de salida de los modelos neoliberales, cuando todos los países han experimentado un crecimiento económico que mejoró las posibilidades familiares de gastar en bienes no esenciales (que no hacen a la mera supervivencia). Un reciente estudio del CIPPEC (Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento) evidencia que, entre 2000 y 2011, en diez países seleccionados de la región se incrementó la proporción de estudian­ tes que asiste a escuelas privadas. En la Argentina ese crecimiento ha sido inferior al promedio de la región. En los diez países seleccio­nados, tomados en conjunto, el porcentaje de alumnos en escuelas privadas aumentó del 18 al 23%. En promedio, creció un 28%, y en la Argentina en particular, un 19%. En Brasil y en Perú casi se duplicaron los alumnos que asisten a escuelas privadas; en Chile aumentaron del 47 al 59%, y en la Argentina, del 21 al 25%. Es de­cir que la expansión relativa de las escuelas privadas se produjo en un período de relativa prosperidad y de incorporación de sectores populares a la clase media, algo que siempre tiene su correlato en las cuestiones educativas.

Por otra parte, habría que preguntarse también si las escuelas pri­ vadas de hoy son como las de antes. Si bien siguen existiendo insti­ tuciones que alientan actitudes competitivas o valores religiosos, hay otras que alientan proyectos innovadores, promueven el respeto por los derechos humanos, conciben los procesos educativos en térmi­ nos de inclusión y apuestan a diversificar la proveniencia social de los alumnos para garantizar una educación en un medio más plura­ lista. Es posible entonces que algunas familias elijan el sector priva­ do por la mayor capacidad, rapidez o flexibilidad de algunas institu­ ciones para adaptarse a estas nuevas realidades o sensibilidades. Por lo tanto, el significado del crecimiento de la educación privada en la actualidad puede no ser el mismo que en décadas pasadas.   Utilizar estos datos para enunciar frases rimbombantes como “la educación se está privatizando” es absurdo. En el auge neoliberal, el proceso privatizador no pudo avanzar. Los intentos de imple­ mentar las conocidas “escuelas chárter” (formas de autogestión con implicancias privatizadoras) o de arancelar las universidades públicas fueron desbaratados por la resistencia de la sociedad. Ya hemos dicho que el incremento del presupuesto educativo se plasmó en mayores recursos, como libros, materiales pedagógicos, mejoras en la infraestructura y recuperación de los salarios docen­ tes. Una encuesta de opinión realizada en 2012 por el Barómetro de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina, entre padres de alumnos, mostraba cómo había crecido la imagen posi­ tiva de las escuelas públicas a las que enviaban a sus hijos, debido a las mejoras concretas en el equipamiento y la infraestructura. Esa mejora no logró, sin embargo, plasmarse en lo pedagógico. Si bien ahí está planteado el debate hoy en día, sería absurdo afirmar que estamos ante un proceso de privatización, máxime cuando las transferencias de recursos a instituciones de gestión privada son casi exclusivamente de las provincias, y el caudal de recursos está estancado desde hace más de quince años en el 13% del total del presupuesto educativo de esas jurisdicciones.   Carece de importancia que crezca la inscripción a escuelas privadas   “Que cada uno elija la escuela donde»quiere enviar a sus hijos. La disminución de la matrícula en las escuelas públicas es un tema irrelevante.”   En las grandes ciudades, llegado el momento inevitable, un sector importante de la población se dedica a buscar información, pensar y decidir en qué escuela inscribirá a sus hijos. Utiliza diversos crite­rios: variables como la distancia, la calidad y el perfil de la institu­ción, el carácter gratuito, el monto de la cuota, la jornada simple o doble, entre otros.

A pesar del mayor presupuesto y de los logros alcanzados recientemente, en no pocos padres persiste la sensación de que las escue­las privadas son mejores que las públicas. Es posible que ese análisis sea producto de circunstancias y perspectivas diferentes. Una cues­tión decisiva para los trabajadores que no pueden faltar a su traba­ jo (la inmensa mayoría de los padres y madres de niños en edad escolar) es la previsibilidad. Cualquiera sabe que hay más huelgas en las escuelas públicas que en las privadas. Menos sabido es que, si esas huelgas tienen éxito, aumentan los salarios de los docentes de ambas escuelas, ya que el pago está a cargo del Estado según los acuerdos paritarios. Pero la imprevisibilidad no depende pura y exclusivamente de las huelgas, a veces basta la simple ausencia del docente. En algunas provincias es frecuente llevar a los hijos a una escuela pública y encontrarse con que no se los recibe porque no ha llegado el maestro ni el suplente. Y la institución no tiene recursos para hacerse cargo de los niños.   Además de resguardar los derechos de los docentes, sería re­ levante para la educación pública que también se contemplaran las necesidades de los niños y los padres, para evitar que la si­tuación se plantee como una tensión entre familias afectadas y docentes. Más allá del caso particular de una huelga, deberían instrumentarse los mecanismos para que las instituciones públicas garantizaran las clases con maestros suplentes. Cuando los padres hacen cuentas y llegan a la conclusión de que la cuota escolar es inferior a lo que pierden si faltan a su propio trabajo, la decisión está tomada.   Primero, en estos casos hay una responsabilidad institucional que se incumple, ya que es inaceptable que no se reciba a un niño en la escuela. El Consejo Federal de Educación acordó que no puede haber horas libres, pero las hay. También es cierto que exis­ten docentes que faltan a la escuela pública pero asisten a la pri­vada. Es una minoría, por supuesto, pero, al contribuir a difundir una imagen parcial, perjudica a todos los docentes. Es llamativo que alguien crea que ser “de izquierda” equivale a defender a una minoría que tiene una conducta inaceptable, en lugar de defender a las mayorías.   Vale la pena volver sobre ese círculo extraño que ya menciona­ mos. El Estado aumenta los salarios de docentes de escuelas priva­ das como efecto de las protestas y huelgas de los docentes del siste­ ma público, y a raíz de ellas algunos padres sacan a sus hijos de las escuelas públicas para enviarlos a establecimientos privados donde no hay huelgas. Realmente, la Argentina es un país llamativo. Sólo se puede salir del círculo vicioso destinando fondos a aumentar la previsibilidad del sistema público.   Además, en el caso de las escuelas con cuotas más altas, debe con­ siderarse que existe un sector de la sociedad argentina que comenzó a acostumbrarse a una vida social relativamente homogénea. Algu­ nos padres señalan que, en virtud de la desigualdad social que carac­ teriza a la sociedad contemporánea, la escuela pública plantea desa­ fíos de sociabilidad nuevos para los que ellos carecen de respuestas adecuadas. También están quienes no quieren responder a ningún desafío y sólo desean huir y alejarse de “ellos”, los desiguales.   Defender la escuela pública implica comprender las necesidades de los padres y de los hijos. Los docentes tienen derechos e intere­ ses, así como los niños y los padres. La previsibilidad y la calidad de la educación pública constituyen condiciones irrenunciables que el Estado en todos sus niveles y los miembros de la comunidad educa­ tiva deben atender y respetar.   “Cada escuela debería tomar sus propias decisiones sin interferencias del Estado”   “Las escuelas públicas deberían ser más autónomas, como las privadas. Estas corren con ventaja porque pueden elegir a su propio personal y así llevar adelante una mejor gestión del equipo docente”.   Una misma palabra tiene muchos sentidos. El término “autonomía” es un ejemplo crucial en el campo de la política educativa. Se la considera una consigna, un objetivo deseable al que nadie, en principio, puede oponerse. En esto, por lo general, coinciden “conser­vadores” y “progresistas”, los de “derecha” y los de “izquierda”. Se sabe que los creadores de la escuela activa demandaban autonomía –entendida como libertad de decisión para docentes, alumnos y di­rectivos escolares–, ya que el control de la administración central era un obstáculo para la innovación, la creatividad y la adaptación de la pedagogía a situaciones diversas y particulares. Autonomía era sinónimo de poder adaptar la oferta escolar a las preferencias de los distintos grupos sociales. Si este argumento se lleva al extremo, la autonomía puede determinar una lisa y llana negación de la po­lítica educativa nacional. Vendría a ser algo así como una política homogeneizadora al revés. Hoy muchos quieren eliminar lo común, aquello que es transversal a las más diversas escuelas. En los años noventa, no faltaron neoliberales que pregonaron la desaparición del Ministerio de Educación de la Nación.

Para ellos, el mejor gobierno de la educación es la ausencia de todo gobierno y la confianza irrestricta en los mecanismos automá­ticos de regulación. En otras palabras, su credo económico es tras­ladado a la escuela. Tenemos aquí dos polos opuestos: el modelo tradicional, fuertemente homogéneo, y la flexibilidad extrema que moldea la oferta pedagógica en función de los intereses y deman­das de los distintos “públicos”. Ya no es posible sostener el modelo fuertemente centralizado y regulador, propio de la etapa fundacio­nal de los Estados educadores modernos, ni tampoco confiar en la utopía autonomista y autorreguladora. Los defectos e insuficiencias del modelo tradicional están a la vista y no requieren mayor análisis crítico. Más difícil y necesario es realizar una crítica racional al mo­delo autonomista basado en una concepción ingenua (si no intere­sada y cínica) de la autonomía de las instituciones. En efecto, cabe recordar que no todos los particularismos son socialmente legítimos en una sociedad pluralista.   Algunas minorías pueden estar interesadas en reproducir pautas culturales contrarias a los principios y derechos universales consa­grados a nivel internacional y que constituyen un patrimonio cultu­ral de la humanidad. Imaginemos una institución pobre en recur­sos, sin infraestructura adecuada, con medios didácticos escasos o desactualizados y problemas de formación docente para enfrentar situaciones pedagógicas complejas: en este caso hipotético, la auto­nomía, lejos de ser la tan idealizada autorización para desarrollar la libertad y la creatividad didáctica, se convertiría en una trampa y debería ser calificada como “abandono y falta de compromiso”. En estos casos vale una intervención social orientada a proveer a esos grupos de aquellas competencias y herramientas que habiliten a sus miembros para reflexionar y constituirse como sujetos.   Muchas experiencias de descentralización y ensayos de autono­mía institucional que carecían de políticas complementarias de dis­tribución de recursos y desarrollo de competencias produjeron más daños que beneficios. En buena medida, porque no se pregunta­ ron si las instancias o las instituciones a las que se daba autonomía tenían la capacidad necesaria para utilizarla productivamente. En muchas ocasiones primó el interés fiscal, y las cuestiones pedagógi­cas quedaron relegadas. Y el resultado fue una mayor desigualdad entre quienes tuvieron recursos para explotar ese mayor poder de decisión y quienes sintieron que no estaban preparados y que les “soltaban la mano” en la tormenta.   No está de más recordar que la auténtica autonomía (territorial o institucional), al igual que la libertad, no se concede ni se impo­ne (como fue el caso de muchas descentralizaciones educativas en América Latina) sino que se conquista. No existe ninguna experien­cia histórica de concesión alegre y voluntaria del poder del domi­nante al dominado. De lo anterior se deduce que las condiciones pedagógicas deben ser resultado de políticas explícitas orientadas por una voluntad colectiva de garantizar las mejores condiciones de aprendizaje para los diversos grupos constitutivos de una socie­dad nacional. La pedagogía racional –es decir, aquella que tiene en cuenta las diversas condiciones culturales y de vida de los alumnos– no resulta de ningún automatismo social, sino de una política de­ liberada que requiere recursos financieros y tecnológicos, además de competencias específicas que es preciso construir y desarrollar a través de políticas públicas adecuadas.   El desafío de las políticas educativas en la actualidad es producir lo común, aquello que une y es capaz de transformar a individuos “sueltos” en una sociedad. El Estado debe garantizar la “produc­ción” de ese bien público que es la educación. El debate entre es­ cuela pública y privada es atractivo porque nos recuerda el valor que tiene lo público. También porque nos presenta el reto de construir la igualdad aunque no existan equivalencias lineales entre ese ideal y el tipo de gestión de una escuela.

 

Publicado en http://www.revistaanfibia.com/ensayo/caer-publica/