La izquierda del futuro: una sociología de las emergencias. Por B. de Souza Santos
Escribe Boaventura de Souza Santos
Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez
El siguiente artículo, junto a América Latina: de nuevas izquierdas a populismos de alta intensidad de Maristella Svampa profundiza el debate acerca de los alcances y los límites de los gobiernos que se extendieron en América Latina a partir de 1999 en un sentido progresista y de izquierda. Luego de 15 años de transcurridos numerosos procesos políticos en ese sentido, creemos necesario poder analizar en detalle cuáles han sido sus características esenciales, y entender el por qué del surgimiento de experiencias políticas que intentar cambiar el rumbo de lo conseguido hasta aquí.
El futuro de la izquierda no es más difícil de predecir que cualquier otro acontecimiento social. La mejor manera de abordarlo es haciendo lo que llamo sociología de las emergencias. Consiste en prestar especial atención a algunas señales del presente para ver en ellas tendencias, embriones de lo que puede ser decisivo en el futuro. En este texto, doy especial atención a un hecho que, por inusual, puede señalar algo nuevo e importante. Me refiero a los pactos entre diferentes partidos de izquierda.
Los pactos
La familia de las izquierdas no tiene una fuerte tradición de pactos. Algunas ramas de esta familia tienen incluso más tradición pactos con la derecha que con otras ramas de la familia. Diríase que las divergencias internas en la familia de las izquierdas son parte de su código genético, tan constantes como han sido a lo largo de los últimos doscientos años. Por razones obvias, las divergencias han sido más amplias o notorias en democracia. La polarización llega a veces al punto de que una rama de la familia ni siquiera reconoce que la otra pertenece a la misma familia. Por el contrario, en períodos de dictadura los entendimientos han sido frecuentes, aunque terminen una vez acabado el período dictatorial.
A la luz de esta historia, merece una reflexión el hecho de que en los últimos tiempos estamos asistiendo a un movimiento pactista entre diferentes ramas de las izquierdas en países democráticos. El sur de Europa es un buen ejemplo: la unidad en torno a Syriza en Grecia a pesar de todas las vicisitudes y dificultades; el gobierno dirigido por el Partido Socialista en Portugal con el apoyo del Partido Comunista y del Bloco de Esquerda a raíz de las elecciones del 4 de octubre de 2015; algunos gobiernos autonómicos en España, salidos de las elecciones regionales de 2015 y, en el momento en que escribo, la discusión sobre la posibilidad de un pacto a escala nacional entre el PSOE, Podemos y otros partidos de izquierda como resultado de las elecciones generales de diciembre. Hay indicios de que en otros lugares de Europa y en América Latina pueden surgir en un futuro próximo pactos similares. Se imponen dos cuestiones. ¿Por qué este impulso pactista en democracia? ¿Cuál es su sostenibilidad?
La primera pregunta tiene una respuesta plausible. En el caso del sur de Europa, la agresividad de la derecha (tanto de la nacional como de la que viste la piel de las “instituciones europeas”) en el poder en los últimos cinco años ha sido tan devastadora para los derechos de ciudadanía y para la credibilidad del régimen democrático que las fuerzas de izquierda comienzan a estar convencidas de que las nuevas dictaduras del siglo XXI surgirán en forma de democracias de bajísima intensidad. Serán dictaduras presentadas como dictablandas o democraduras, como la gobernabilidad posible ante la inminencia del supuesto caos en los tiempos difíciles que vivimos, como el resultado técnico de los imperativos del mercado y de la crisis que lo explica todo sin necesidad de ser explicada. El pacto resulta de una lectura política de que lo que está en juego es la supervivencia de una democracia digna de ese nombre y de que las divergencias sobre lo que esto significa ahora tienen menos urgencia que salvar lo que la derecha todavía no ha logrado destruir.
La segunda pregunta es más difícil de responder. Como decía Spinoza, las personas (y también las sociedades, diría yo) se rigen por dos emociones fundamentales: el miedo y la esperanza.
El equilibrio entre ambas es complejo pero sin una de ellas no sobreviviríamos. El miedo domina cuando las expectativas de futuro son negativas (“esto es malo pero el futuro podría ser aún peor”); por su parte, la esperanza domina cuando las expectativas futuras son positivas o cuando, por lo menos, el inconformismo con la supuesta fatalidad de las expectativas negativas es ampliamente compartido. Treinta años después del asalto global a los derechos de los trabajadores; de la promoción de la desigualdad social y del egoísmo como máximas virtudes sociales; del saqueo sin precedentes de los recursos naturales, de la expulsión de poblaciones enteras de sus territorios y de la destrucción ambiental que esto significa; de fomentar la guerra y el terrorismo para crear Estados fallidos y tornar las sociedades indefensas ante la expoliación; de la imposición más o menos negociada de tratados de libre comercio totalmente controlados por los intereses de empresas multinacionales; de la total supremacía del capital financiero sobre el capital productivo y sobre la vida de las personas y las comunidades; después de todo esto, combinado con la defensa hipócrita de la democracia liberal, es plausible concluir que el neoliberalismo es una inmensa máquina de producción de expectativas negativas para que las clases populares no sepan las verdaderas razones de su sufrimiento, se conformen con lo poco que aún tienen y estén paralizadas por el miedo a perderlo.
El movimiento pactista al interior de las izquierdas es producto de un tiempo, el nuestro, de predominio absoluto del miedo sobre la esperanza. ¿Significará esto que los gobiernos salidos de los pactos serán víctimas de su éxito? El éxito de los gobiernos pactados por las izquierdas se traducirá en la atenuación del miedo y en la devolución de alguna esperanza a las clases populares, al mostrar, mediante una gestión de gobierno pragmática e inteligente, que el derecho a tener derechos es una conquista civilizatoria irreversible. ¿Será que, cuando brille nuevamente la esperanza, las divergencias volverán a la superficie y los pactos serán echados a la basura? Si ello ocurriese, sería fatal para las clases populares, que rápidamente regresarían al silenciado desaliento ante un fatalismo cruel, tan violento para las grandes mayorías cuanto benévolo para las pequeñísimas minorías. Pero también sería fatal para las izquierdas en su conjunto, pues quedaría demostrado durante algunas décadas que las izquierdas son buenas para corregir el pasado, pero no para construir el futuro. Para que tal cosa no suceda, deben ser llevadas a cabo dos tipos de medidas durante la vigencia de los pactos. Dos medidas que no se imponen por la urgencia del gobierno corriente y que, por eso, tienen que resultar de una voluntad política bien determinada. Llamo a estas dos medidas Constitución y hegemonía.
Constitución y hegemonía
La Constitución es el conjunto de reformas constitucionales o infraconstitucionales que reestructuran el sistema político y las instituciones con el fin de prepararlas para posibles embates con la dictablanda y el proyecto de democracia de bajísima intensidad que esta conlleva. Dependiendo de los países, las reformas serán diferentes, como diferentes serán los mecanismos utilizados. Si en algunos casos es posible reformar la Constitución con base en los Parlamentos, en otros será necesario convocar Asambleas Constituyentes originarias, dado que los Parlamentos serían el mayor obstáculo para cualquier reforma constitucional.
También puede suceder que, en un determinado contexto, la “reforma” más importante sea la defensa activa de la Constitución existente mediante una renovada pedagogía constitucional en todas las áreas de gobierno. Pero habrá algo común a todas las reformas: volver el sistema electoral más representativo y más transparente; fortalecer la democracia representativa con la democracia participativa. Los teóricos liberales más influyentes de la democracia representativa han reconocido (y recomendado) la coexistencia ambigua entre dos ideas (contradictorias) que aseguran la estabilidad democrática: por un lado, la creencia de los ciudadanos en su capacidad y competencia para intervenir y participar activamente en la política; por otro, un ejercicio pasivo de esa competencia y de esa capacidad mediante la confianza en las élites gobernantes. En los últimos tiempos, y como lo demuestran las protestas que han sacudido muchos países desde 2011, la confianza en las élites ha venido deteriorándose sin que, sin embargo, el sistema político (por su diseño o por su práctica) permita a los ciudadanos recuperar su capacidad y competencia para intervenir activamente en la vida política. Sistemas electorales asimétricos, partidocracia, corrupción, crisis financieras manipuladas –he aquí algunas de las razones de la doble crisis de representación (“no nos representan”) y de participación (“no vale la pena votar, todos son iguales y ninguno cumple lo que promete”). Las reformas constitucionales obedecerán a un doble objetivo: hacer la democracia representativa más representativa; complementar la democracia representativa con la democracia participativa. Estas reformas darán como resultado que la formación de la agenda política y el control del desempeño de las políticas públicas dejarán de ser un monopolio de los partidos y pasarán a ser compartidas por los partidos y ciudadanos independientes organizados democráticamente para este propósito.
El segundo conjunto de reformas es lo que llamo hegemonía. La hegemonía es el conjunto de ideas sobre la sociedad e interpretaciones del mundo y de la vida que, por ser altamente compartidas, incluso por los grupos sociales perjudicados por ellas, permiten que las élites políticas, al apelar a tales ideas e interpretaciones, gobiernen más por consenso que por coerción, aun cuando gobiernan en contra de los intereses objetivos de grupos sociales mayoritarios. La idea de que los pobres son pobres por su propia culpa es hegemónica cuando es defendida no sólo por los ricos, sino también por los pobres y las clases populares en general. En este caso son, por ejemplo, menores los costes políticos de las medidas para eliminar o restringir drásticamente la renta social de inserción. La lucha por la hegemonía de las ideas de sociedad que sostienen el pacto entre las izquierdas es fundamental para la supervivencia y consistencia de ese pacto. Esta lucha tiene lugar en la educación formal y en la promoción de la educación popular, en los medios de comunicación, en el apoyo a los medios alternativos, en la investigación científica, en la transformación curricular de las universidades, en las redes sociales, en la actividad cultural, en las organizaciones y movimientos sociales, en la opinión pública y en la opinión publicada. A través de ella, se construyen nuevos sentidos y criterios de evaluación de la vida social y de la acción política (la inmoralidad del privilegio, de la concentración de la riqueza y de la discriminación racial y sexual; la promoción de la solidaridad, de los bienes comunes y de la diversidad cultural, social y económica; la defensa de la soberanía y de la coherencia de las alianzas políticas; la protección de la naturaleza) que hacen más difícil la contrarreforma de las ramas reaccionarias de la derecha, las primeras en irrumpir en un momento de fragilidad del pacto. Para esta lucha tenga éxito es necesario impulsar políticas que, a simple vista, son menos urgentes y compensadoras. Si esto no ocurre, la esperanza no sobrevivirá al miedo.
Aprendizajes globales
Si algo se puede afirmar con alguna certeza acerca de las dificultades que están pasando las fuerzas progresistas en América Latina, es que tales dificultades se asientan en el hecho de que sus gobiernos no enfrentaron ni la cuestión de la Constitución ni la de la hegemonía. En el caso de Brasil, este hecho es particularmente dramático. Y explica en parte que los enormes avances sociales de los gobiernos de la época Lula sean ahora tan fácilmente reducidos a meros expedientes populistas y oportunistas, incluso por parte de sus beneficiarios. Explica también que los muchos errores cometidos (para comenzar, el haber desistido de la reforma política y de la regulación de los medios de comunicación, y algunos errores dejan heridas abiertas en grupos sociales importantes, tan diversos como los campesinos sin tierra ni reforma agraria, los jóvenes negros víctimas del racismo, los pueblos indígenas ilegalmente expulsados de sus territorios ancestrales, pueblos indígenas y quilombolas con reservas homologadas pero engavetadas, militarización de las periferias de las grandes ciudades, poblaciones rurales envenenadas por agrotóxicos, etcétera), no sean considerados como errores, sino que sean omitidos y hasta convertidos en virtudes políticas o, al menos, sean aceptados como consecuencias inevitables de un Gobierno realista y desarrollista.
Las tareas incumplidas de la Constitución y de la hegemonía explican también que la condena de la tentación capitalista por parte de los gobiernos de izquierda se centre en la corrupción y, por tanto, en la inmoralidad y en la ilegalidad del capitalismo, y no en la injusticia sistemática de un sistema de dominación que se puede realizar en perfecto cumplimiento de la legalidad y la moralidad capitalistas.
El análisis de las consecuencias de no haber resuelto las cuestiones de la Constitución y de la hegemonía es relevante para prever y prevenir lo que puede pasar en las próximas décadas, no solo en América Latina, sino también en Europa y otras regiones del mundo. Entre las izquierdas latinoamericanas y las de Europa del sur ha habido en los últimos veinte años importantes canales de comunicación, que están todavía por analizarse en todas sus dimensiones. Desde el inicio del presupuesto participativo en Porto Alegre (1989), varias organizaciones de izquierda en Europa, Canadá e India (de las que tengo conocimiento) comenzaron a prestar mucha atención a las innovaciones políticas que emergían en el campo de las izquierdas en varios países de América Latina.
A partir del final de la década de 1990, con la intensificación de las luchas sociales, el ascenso al poder de gobiernos progresistas y las luchas por Asambleas Constituyentes, sobre todo en Ecuador y Bolivia, quedó claro que una profunda renovación de la izquierda, de la cual había mucho que aprender, estaba en curso. Los trazos principales de esa renovación fueron los siguientes: la democracia participativa articulada con la democracia representativa, una articulación de la cual ambas salían fortalecidas; el intenso protagonismo de movimientos sociales, de lo que el Foro Social Mundial de 2001 fue una muestra elocuente; una nueva relación entre partidos políticos y movimientos sociales; la sobresaliente entrada en la vida política de grupos sociales hasta entonces considerados residuales, como los campesinos sin tierra, pueblos indígenas y pueblos afrodescendientes; la celebración de la diversidad cultural, el reconocimiento del carácter plurinacional de los países y el propósito de enfrentar las insidiosas herencias coloniales siempre presentes. Este elenco es suficiente para evidenciar cuánto las dos luchas a las que me he estado refiriendo (la Constitución y la hegemonía) estuvieron presentes en este vasto movimiento que parecía refundar para siempre el pensamiento y la práctica de izquierda, no solo en América Latina, sino en todo el mundo.
La crisis financiera y política, sobre todo a partir de 2011, y el movimiento de los indignados, fueron los detonantes de nuevas emergencias políticas de izquierda en el sur de Europa, en las que estuvieron muy presentes las lecciones de América Latina, en especial la nueva relación partido-movimiento, la nueva articulación entre democracia representativa y democracia participativa, la reforma constitucional y, en el caso de España, las cuestiones de la plurinacionalidad. El partido español Podemos representa mejor que cualquier otro estos aprendizajes, incluso cuando sus dirigentes fueron desde el principio conscientes de las diferencias sustanciales entre los contextos político y geopolítico europeo y latinoamericano.
La forma en que tales aprendizajes se irán a plasmar en el nuevo ciclo político que está emergiendo en Europa del sur es, por ahora, una incógnita. Pero desde ya es posible especular lo siguiente: si es verdad que las izquierdas europeas aprendieron con las muchas innovaciones de las izquierdas latinoamericanas, no es menos cierto (y trágico) que éstas se “olvidaron” de sus propias innovaciones y que, de una u otra forma, cayeron en las trampas de la vieja política, donde las fuerzas de derecha fácilmente muestran su superioridad dada la larga experiencia histórica acumulada.
Si las líneas de comunicación se mantienen hoy, y siempre salvaguardando la diferencia de contextos, quizá sea tiempo de que las izquierdas latinoamericanas aprendan también con las innovaciones que están emergiendo entre las izquierdas del sur de Europa. Entre ellas destaco las siguientes: mantener viva la democracia participativa dentro de los propios partidos de izquierda, como condición previa a su adopción en el sistema político nacional en articulación con la democracia representativa; pactos entre fuerzas de izquierda (no necesariamente solo entre partidos) y nunca con fuerzas de derecha; pactos pragmáticos no clientelistas (no se discuten personas o cargos, sino políticas públicas y medidas de Gobierno), ni de rendición (articulando líneas rojas que no pueden ser cruzadas con la noción de prioridades o, como se decía antes, distinguiendo las luchas primarias de las secundarias); insistencia en la reforma constitucional para blindar los derechos sociales y tornar el sistema político más transparente, más próximo y más dependiente de las decisiones ciudadanas, sin tener que esperar elecciones periódicas (refuerzo del referendo); y, en el caso español, tratar democráticamente la cuestión de la plurinacionalidad.
La máquina fatal del neoliberalismo continúa produciendo miedo a gran escala y, siempre que falta materia prima, trunca la esperanza que puede encontrar en los rincones más recónditos de la vida política y social de las clases populares, la tritura, la procesa y la transforma en miedo. Las izquierdas son la arena que puede atajar ese aparatoso engranaje a fin de abrir las brechas por donde la sociología de las emergencias hará su trabajo de formular y amplificar las tendencias, los “todavía no”, que apuntan a un futuro digno para las grandes mayorías. Por eso es necesario que las izquierdas sepan tener miedo sin tener miedo del miedo. Sepan sustraer semillas de esperanza a la trituradora neoliberal y plantarlas en terrenos fértiles donde cada vez más ciudadanos sientan que pueden vivir bien, protegidos, tanto del infierno del caos inminente, como del paraíso de las sirenas del consumo obsesivo. Para que esto ocurra, la condición mínima es que las izquierdas permanezcan firmes en las dos luchas fundamentales: la Constitución y la hegemonía.
Boaventura de Sousa Santos es sociólogo. Director del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coímbra. Sus últimos libros en español: Si Dios fuese un activista de los derechos humanos (Madrid, Trotta 2014) y, de próxima aparición, con Maria Paula Meneses, Epistemologías del Sur (Madrid, Akal).
Publicado en http://blogs.publico.es/espejos-extranos/2016/01/01/la-izquierda-del-futuro-una-sociologia-de-las-emergencias/ y en http://lapiedraenelzapato.com/2016/02/03/la-izquierda-del-futuro-una-sociologia-de-las-emergencias/